Friday, April 30, 2010

Estética del lavado de trastes.

Lavar trastes es un deporte extremo. El peligro de romper algo siempre está latente. Se necesita equipo especializado: guantes. De plástico, rosas. Deben estar a la medida. Si son demasiado grandes hay que luchar contra la inercia del resbalo, el guante se aleja impulsado por el peso del plato; si son demasiado pequeños conllevan otro tipo de problemas: movilidad restringida, manos ligeramente entumidas por la mala circulación provocada por la pequeña estrangulación a la muñeca, dedos torpes. Hay que hacer varias pruebas para saber cuál es el tamaño de guante que le dé a uno plena comodidad y seguridad, el guante no debe ser un estorbo ni un obstáculo entre los dedos y el vaso. Con la mano enfundada en el guante de plástico rosa, se debe tener la sensación de control, de que no hay riesgo de romper alguna de las tasas amarillas o la grande y pesada ensaladera de vidrio. Porque guantes o no guantes, la gran ensaladera es el número de la cuerda floja. No se puede ignorar la fuerza de gravedad durante esta actividad casera. El peligro sólo pasa cuando la ensaladera vuelve a su lugar en el estante junto con los demás recipientes de gran volumen. Los platos son otro asunto. Depende de la materia. Cuatro azules y seis morados. Cuatro de cerámica, seis de plástico. Los azules corren un poco más de riesgo de resbalar arrastrados por la grandeza de los guantes, los morados son un respiro, un juego, es el número de los malabares.

Toda esta reflexión acerca del acto de lavar trastes surgió a causa de los guantes: tuve unos que eran demasiado grandes, a los que después de cierto tiempo se les hicieron pequeños agujeros en los pulgares, haciendo de aquella labor un pequeño infierno. El agua con jabón dentro de los guantes sólo empeoró las cosas. Si antes parecía que tenían vida propia y que lo único que querían era alejarse de mis manos, con la colaboración del jabón haciendo pequeño charcos en la punta de los dedos estuvieron a punto de ganar la batalla de los trastes. Pero al final yo gané. Los destituí de su puesto privilegiado, fueron desplazados al área sanitaria. Por traidores.

Ahí no termina la guerra; hay que reemplazarlos, comprar unos nuevos. Nuevo implica nueva marca, nuevas ilusiones, nuevas expectativas. Pero no es tan fácil. Hay que escoger. Viene el problema de selección de la medida. 6-6,5, 7-7,5, y el más grande 8-8,5. Yo qué voy a saber qué tamaño le corresponde a mis manos. 6-6,5. No quiero arriesgarme a que sean demasiado grandes. Caja; casa.

Me los pongo. Son un poco pequeños, pero son más cómodos que los traidores. Si llevara puesto un vestido de quinceañera color rosa mexicano, me pondría mis nuevos guantes de plástico rosa para combinar.

Empieza la fiesta de espuma. Los platos se pelean con los vasos para echarse un chapuzón de agua puerca. El agua turbia se vuelve el terreno de juego, los clavados de los cubiertos están a la orden del día. Los guantes persiguen a los pequeños traviesos que aún están sucios para después ponerlos en la sección de los enjabonados. Esperan tranquilamente en fila a ser enjuagados y colocados en el escurridor de madera. Orden ante todo. Cada cosa en su lugar. Los colores que se van acumulando y el olor a jabón anuncian la llegada próxima del final de la función. Unos sobre otros, en equilibrio pero siempre siguiendo las medidas de seguridad, azul, verde, amarillo, rojo y blanco dan forma a una grandiosa obra de arte conceptual. El arte de la cotidianidad.

Ya no hay manchas de aceite ni pedazos de cebolla o de perejil sobre el área de trabajo, la fiesta ha terminado.

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